
Me explico. Pedro Almodóvar, que es un director hábil a la hora de fusionar originalmente el surrealismo con la vida cotidiana (recuerden ¿Qué he hecho yo para merecer esto?), la experimentación formal con los diálogos callejeros (Todo sobre mi madre)…, piensa cada vez más en imágenes. Hay en Los abrazos rotos (2009) dos secuencias representativas de ese mirada que abunda en la profusión de citas, guiños y gustos por el metacine (a la manera de Hable con ella o La mala educación). En primer lugar, me refiero al doblaje que la barriobajera femme fatal Lena (interpretada por una trivial Penélope Cruz) hace de sí misma delante de la pantalla, metáfora efectista y efectiva de la multiplicación de su dolor (tanto la mujer real como la filmada son agredidas psicológica y físicamente por un magnate celoso y posesivo). Luego está esa despedida absolutamente brutal y conmovedora que se materializa en el beso del cineasta protagonista (interpretado por otro trivial Lluís Homar) a la imagen congelada y pixelada de su amada Lena que proyecta el televisor, algo que a mí me recuerda al portento visual de Videodrome (Cronenberg).

Hay precisamente en la última parte de esta película, que parece desarrollarse en torno a las confesiones de sus personajes (la idea es que expulsen, como en los primeros filmes de Saura, sus fantasmas internos), un giro desequilibrante del guión… o una especie de recurso explicativo cogido por los pelos para dar a los espectadores una información que todavía no conocen. En esta secuencia, ni siquiera los agudos movimientos de la cámara de Almodóvar (que siempre ha buscado en sus obras –hay que decirlo– los máximos recursos expresivos posibles) alrededor de sus personajes logran remediar la rotura definitiva de la película, personificada en la inevitable sobreactuación de esa estupenda actriz que es Blanca Portillo.
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