
Actor (o, mejor dicho, autor, pues todas sus apariciones poseen una luz propia) de fuste, enamorado de su oficio, que hace grandes a los personajes principales que acompaña, Rellán nunca ha pretendido saltar al estrellato (ni maldita falta que le hace), labrándose así una carrera limpia (y contradictoria, en el mejor sentido de la palabra) de la que debe sentirse orgulloso.
Me explico. Podría parecer, a primera vista, que el físico austero, concentrado y demasiado común del tetuaní frena la simpatía del espectador. Sin embargo, yo estoy convencido de que una de las claves de su singular personalidad gravita precisamente en esa tristísima mirada. He aquí una de las contradicciones que me encantan: En lugar de encarnar a personajes blandengues que no necesitan registro alguno, Rellán ha sabido imprimir un humor inteligente (en la línea de Rafael Azcona, padre de guionistas y otras criaturas con miradas encendidas) al benévolo fantasma de El bosque animado (J. L. Cuerda, 1987), al ratero reciclado en ayudante del detective Alfredo Landa en El crack (J. L. Garci, 1981) o al despiadado comerciante de Sangre de mayo (J. L. Garci, 2008). Tampoco me olvido, amiguitos, de Félix Torán o, lo que es lo mismo, del Profesor Bacterio.
A propósito: ¿Por qué no imparte Rellán clases de dicción a esos novísimos actores que sólo imprimen escotes, abdominales y tics excesivos en sus personajes? Que vuelvan los “Compañeros” (una serie de Antena 3 que me gustaba, porque, más allá del inevitable componente comercial, abordaba temas de interés social sin caer en el morbo; ahora, en cambio, es difícil ver en la parrilla nocturna algo que no esté relacionado con el sexo sin protección) si es preciso: No puede romperse la más hermosa tradición de un oficio coral que odiamos (sé de muchos que se resignan a ver su papel representado encima del escenario) y amamos (gracias a la singular finura de gente como Rellán) a partes iguales.
El profesor Rellán, en la serie "Compañeros".
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