No hace falta que revisemos Sangre de mayo (el último –e irregular– filme de Garci, basado en La Corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el dos de mayo, segundo y tercero de los Episodios nacionales escritos por Pérez Galdós) para descubrir a un actor de reparto que impulsa la elevación de la obra a través de una finísima declamación que roza el esperpento sin perder credibilidad alguna. Me refiero, claro está, a Miguel Rellán (Tetuán, 1943), un artista que ejemplifica a la perfección las tres premisas básicas que, según Ángel Fernández-Santos (el mejor crítico de cine que parió este país), poseen los auténticos actores, esos que se curtieron en el teatro: 1) “el pleno dominio en las tomas largas”; 2) “la precisión y velocidad de sus réplicas, lo mismo cuando les toca decirlas –ya que por oficio son expertos en crear ritmos dentro de sus verbalizaciones– que cuando se callan y es el turno de hablar del o de la colega que tienen enfrente”; y 3) “la posesión del gesto total, de manera que en el cine se adueñan sin discusión de los planos generales, esos que les permiten expresarse con todo el cuerpo.” De ahí el conocido dicho bergmaniano: “Llevan serrín en las venas.”
Actor (o, mejor dicho, autor, pues todas sus apariciones poseen una luz propia) de fuste, enamorado de su oficio, que hace grandes a los personajes principales que acompaña, Rellán nunca ha pretendido saltar al estrellato (ni maldita falta que le hace), labrándose así una carrera limpia (y contradictoria, en el mejor sentido de la palabra) de la que debe sentirse orgulloso.
Me explico. Podría parecer, a primera vista, que el físico austero, concentrado y demasiado común del tetuaní frena la simpatía del espectador. Sin embargo, yo estoy convencido de que una de las claves de su singular personalidad gravita precisamente en esa tristísima mirada. He aquí una de las contradicciones que me encantan: En lugar de encarnar a personajes blandengues que no necesitan registro alguno, Rellán ha sabido imprimir un humor inteligente (en la línea de Rafael Azcona, padre de guionistas y otras criaturas con miradas encendidas) al benévolo fantasma de El bosque animado (J. L. Cuerda, 1987), al ratero reciclado en ayudante del detective Alfredo Landa en El crack (J. L. Garci, 1981) o al despiadado comerciante de Sangre de mayo (J. L. Garci, 2008). Tampoco me olvido, amiguitos, de Félix Torán o, lo que es lo mismo, del Profesor Bacterio.
A propósito: ¿Por qué no imparte Rellán clases de dicción a esos novísimos actores que sólo imprimen escotes, abdominales y tics excesivos en sus personajes? Que vuelvan los “Compañeros” (una serie de Antena 3 que me gustaba, porque, más allá del inevitable componente comercial, abordaba temas de interés social sin caer en el morbo; ahora, en cambio, es difícil ver en la parrilla nocturna algo que no esté relacionado con el sexo sin protección) si es preciso: No puede romperse la más hermosa tradición de un oficio coral que odiamos (sé de muchos que se resignan a ver su papel representado encima del escenario) y amamos (gracias a la singular finura de gente como Rellán) a partes iguales.
El profesor Rellán, en la serie "Compañeros".
lunes, 11 de enero de 2010
El profesor Rellán
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