lunes, 18 de enero de 2010

¿Dónde estaba yo en el 69?

Ayer lloré revisando, en Digital +, Grupo salvaje, la obra maestra de Sam Peckinpah. ¿Hay algo más salvífico en el arte –y en la vida– que una confesión entre dos forajidos amigos? (¡Ah, ese huir de todo, salvo de los tuyos!). Saliendo de un poblado azteca, cualquier fémina nativa regala una flor al profesional de la violencia interpretado por Ernest Borgnine, quien, tras haberla cogido, no sabe qué hacer con ella encima de su caballo… Hay en el rostro de Borgnine una ternura desbocada, crepuscular, propia de unos seres nihilistas que están dispuestos a morir (y así lo hacen) cuando uno de los suyos está siendo torturado. “¡Queremos a Ángel!”.

“Nosotros no somos como él; somos ladrones, pero no ahorcamos a nadie”, dice el personaje de Borgnine, refiriéndose a un sanguinario general, en otra escena de Grupo salvaje (1969). Exactamente. Ellos (los forajidos) están al margen de ese poder que ahorca y tortura incluso en democracias tan consolidadas como EEUU. Nuestros héroes del Oeste matan para robar. Roban para sobrevivir. Y mueren matando. Es esa la única forma de vida que conocen. Una forma de vida que tal vez no sea la más indicada para un hombre… No obstante, lo que subyace tras la pandilla salvaje, liderada por un soberano William Holden, es un código moral (sentido de responsabilidad colectiva, amistad…, frente al dinero) que pone en tela de juicio a esas asquerosas gentes de orden que contratan a cazadores de recompensas para no mancharse las manos. Dicho de otro modo: Peckinpah, un cowboy tan romántico, salvaje y atemporal como sus personajes, redime en el ser humano (cruel por naturaleza) la capacidad de comportarse hasta el final de acuerdo con sus propias reglas. Esta idea la ejemplifica muy bien Kris Kristofersson en Pat Garrett y Billy the Kid (1973): “Los tiempos habrán cambiado, pero yo no”. ¡Toda una bomba de relojería para la modernísima sociedad norteamericana!



Una metapelícula
¡Cuántas veces te has emocionado con la matanza final de este western, que representa el ocaso de una mirada y de una manera honesta y solidaria de vivir, tanto en la pantalla (recordemos que por aquel entonces ya empezaban a hacer mella los entretenidos pero a menudo paupérrimos spaghetti westerns de Sergio Leone) como en la vida! ¡Y cuántas veces volverías a emocionarte revisando el filme al lado de una esplendente chica! Sería como rodar un universo (la vida en su máximo apogeo: el cuerpo femenino) dentro de otro universo (el cine). Oirías los suspiros, el pulso acelerado, el vuelo del clínex…, en la butaca de al lado. Y asociarías para siempre esa escena real –miras de reojo– con el montaje vanguardista de Peckinpah (cámara lenta, planos cortos…), que nos permite apreciar muchos puntos de vista: alguien muere (ves cómo la bala atraviesa la carne: hay diminutas gotitas de sangre en el rostro; en el cine, la crueldad humana no se había manifestado hasta entonces de una manera tan impactante) y justo en ese momento dos niños se abrazan… y la chica –¿quién?– que tienes al lado se refugia en tu pecho.

¿Qué más, incluso tú, podrías pedir?

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